El 7 de Marzo, finalmente, luego de la exclamación, sorpresa y desconcierto por acá y por allá de mi familia y amigos, me fui a vivir a México. Un México que solo conocía por películas, películas yankees. Un México pintado de violencia e ilegalidad, que me evocaba a tequila y chiles picantes, a grandes sombreros y Aztecas, a Frida Khalo y Diego Rivera, al chavo del 8 y el mundial del 86, en el Estadio Azteca, ese, el de la mano de Dios.
El aeropuerto ya olía a México, un olor al que me acostumbré y ya no siento. Los taxistas se disputaban llevarme al grito de “¡TAXI, TAXI!” Me dijeron que regateara el precio y lo hice, solo para ahorrarme $20 mexicanos, que son un poco menos que $10 argentinos.
Para mi sorpresa en todo el viaje no vi ni una persona con el sombrero gigante que en nuestra idealización usaban, dentro de sus autos todos se veían pulcros y trajeados.
Una de las primeras cosas que me llamó la atención fue el tráfico, todos esos autos apretujados, los taxis amarillos y bordó, los taxis blancos, la casi ausencia de motociclistas. Todos ellos, hacinados, ajustados unos contra otros, peleando por esos 5cm por los que de todas formas no pasarían, sin reglas, sin orden, como si el mismo Darwin les hubiera dicho que solo el que más aceleraba sobreviviría. La increíble masa de metal y plástico avanzaba pocos centímetros cada vez y al llegar a las esquinas se apelmazaban todos juntos, mirándose entre los vidrios, quedando perpendiculares unos a otros y todo ello parecía lo normal.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que notara que el orden del trazado de las calles era el mismo que el de los automovilistas al manejar, inexistente. Las calles se abrían en diagonal y luego se hacían curvas e iban en dirección contraria a la que llevaban y seguían manteniendo su nombre, como si el urbanista hubiera sido un caprichoso niño con crayones de colores, jugando a rayar.
Pronto conocí Reforma, la avenida ancha de grandes veredas y un agradable aspecto estético hijo de la renovación urbana precedente. Reforma, dueña de sus emblemáticas rotondas en las que descansaban el Ángel de la Independencia, de la mujer con el arco y la flecha, llamada “La Diana cazadora”, de la escultura de Cuauhtemoc y tantas otras, de su aparente fin en la Estela de Luz. Atractiva, llamativa, abundante en vegetación y con sus inconfundibles canteros piramidales vegetados.
Ya había estado ahí, había paseado por esa avenida, desde Argentina, Google me había llevado ahí y gracias a eso muchas cosas ya me resultaban familiares, aunque ahora les podía poner un olor, un sonido y mi propia perspectiva.
En cuestión de un rato descubrí que los mexicanos eran gente buena y amable, ninguno de ellos daba la impresión cinematográfica de querer cruzar la frontera e irse a Estados Unidos a vivir como ilegal. También descubrí por primera vez gracias a un taxista que los Aztecas no eran los únicos que vivieron en México en la época prehispánica sino que había más de 65 pueblos indígenas con su propio lenguaje y forma de expresión además de su distintiva fisonomía. El empeño que este país ha hecho en preservar su cultura es fabuloso, se puede ver en cada museo, en cada plaza una tarde de domingo, en cualquier paseo, su pasado está en su presente y no lo ignoran ni lo olvidan.
Siento la necesidad de resaltar particularidades porque son ellas las que se diferencian de lo que ya conozco y tomo por normal. Una llamativa particularidad son los puestos callejeros, puestos de comida, puestos de lentes de sol, de artesanías, de golosinas, puestos, puestos, puestos. Puestos y puestitos, por todos lados, haciendo tacos, quesadillas, haciendo comidas cuyos nombres todavía desconozco, haciendo flotar el olor a maíz por el aire. Una increíble e incontrolable cantidad de puestos se acomodan en las veredas, en las esquinas, ¡Centenas de puestos de lustra botas! Todos estos, que podrían hacerle a una pensar en desorden y suciedad, conviviendo con la pulcra civilización, el mundo de los negocios y la arquitectura del S.XXI, y ello se debe a una cosa en particular, los mexicanos aceptan y están acostumbrados, a la informalidad.
Informalidad, es aquella en la que es normal que uno coma en un puesto en la calle, es normal que los colectivos estén decorados a gusto de su chofer, con calaveras e imágenes de Jesús, con música acorde a su gusto, con una persona en la puerta, gritando el destino del mismo en cada esquina. Informalidad, que se ve en las puertas de los bares cuando te invitan a pasar y te recitan el menú del día a los gritos cuando ya te alejaste. Informalidades que conviven con formalidades, una maravillosa mezcla de ambas.
Así como me acostumbré al olor a comida en las calles, también me acostumbré a a tener la nariz tapada o que se me seque la garganta por el smog, que no es invisible, sino que una puede ver la contaminación si observa un edificio que está lejos y lo ve nublado.
Cuando pienso en México pienso en colores, en olores, en música y gente por doquier, pienso en cosas alegres, en playas blancas y mares azules porque México es dueño de hermosas playas hacia el Pacífico y el Atlántico, así como también hacia el golfo. De esase playaspconocí dos; Acapulco y Pie de la Cuesta. El mar no es igual en todos lados, podría creerse que si, por su siempre inalcanzable horizonte azul, pero la verdad es que hasta ahora nunca había visto una puesta de sol, donde el sol se escondiera entre las olas y un conjunto de montañas cuidara mi espalda, dueñas de toda la pobreza que en ellas habitaba.
Solo hace tres meses que vivo en el Distrito Federal de México, todos los días me rodeo de cientos de personas que van a trabajar, o que son turistas, aunque la mayoría de las cosas ya me son familiares todavía necesito ver, oler y conocer más lugares y mucha más gente, desentrañar el misterio del morbo que hace que un decapitado esté junto a una mujer desnuda en la primera plana de un diario, entender por qué me sigue picando todo lo que como, cómo hacen los autos para no chocar entre ellos todo el tiempo y por qué las mujeres se arquean las pestañas con una cuchara en el metrobus.
Este hermoso país, exalta todos tus sentidos y nunca termina de ser descubierto.